La Voz de la Casa es un texto íntimo que reflexiona sobre el vínculo entre cuerpo, memoria y arquitectura. Más que una descripción física del hogar, se trata de una exploración emocional del acto de habitar. La casa aparece como un cuerpo vivo: respira, se desgasta, tiene órganos y cicatrices. No es un simple refugio, sino un espacio que guarda gestos, voces y duelos; un archivo afectivo.
El narrador —que bien puede ser su autor— revisita la casa familiar desde la experiencia entrañable de la infancia, del duelo y de los asombros perdurables. Las figuras maternas —la madre, la abuela, las tías— aparecen como portadoras de memoria y saber. La casa, atravesada por estos seres, se vuelve también una herencia emocional: un espacio que nos configura, tanto a él, como a nosotros, lectores.
Uno de los aspectos más potentes del texto es cómo transforma el narrador la arquitectura del pretérito, en un lenguaje poético y real, a la vez. Restaurar o demoler, conservar o intervenir, se convierten en preguntas éticas, más que técnicas. Cada muro contiene una decisión, cada corte es una herida posible. Escuchar “la voz de la casa” implica atender a sus ritmos, a sus historias, a lo que está dispuesta a contar ella misma, como si adquiriese el don de la palabra.
Formalmente, el texto se mueve entre la poesía, la reflexión y la narrativa. Tiene una voz serena, pero intensa, que no busca imponer verdades, sino abrir sentidos. Hay una escritura del tacto, del recuerdo, de la fragilidad. Es un texto que no teme a la lentitud ni al silencio, y que encuentra en ellos su fuerza.
La Voz de la Casa es, en suma, una meditación sensible sobre cómo habitamos y somos habitados. Nos invita a pensar el hogar, no como propiedad, sino como relación amorosa. Y a entender que toda casa, si se la escucha con atención, tiene algo que decirnos.
Iris Aureola